domingo, 24 de febrero de 2013

Té para Tres


Camino

Porque no tenía duda de que debía enfrentar su timidez, Gabriel bajó la bragueta de su pantalón para alcanzar acariciar su pene. No conforme con ello fue 
en busca de la suavidad y humedes de él mismo con su boca. De pronto notó que Octavio tomaba sus cabellos para sujetarlo fuertemente a él y convertir la libertad en coacción. Gabriel, espantado por ello decidió acabar con el ejercicio de confrontación a su timidez.

En ese mismo instante se había dado cuenta que sus amigos ya no estaban en la fiesta, entonces continuó besando a Octavo bajo los claroscuros del conocido rincón del Sagitario. Octavio lo detuvo, lo miró fijamente para alcanzar leer sus deseos. Tomó sus temblorosas manos para salir a buscar juntos una habitación que pudiera garantizar tranquilidad para dejar fluir sus deseos.

Era poco más de la tres de la mañana. Era una noche de invierno así es que la garúa limeña era pesada y fría. Ni los charcos de agua, ni las putas transgéneros lograron detener su paso en busca de una habitación. Sin embargo ellos se detenían cada vez que encontraban un paradero no autorizado para amarse.

Bajo la protección de los balcones encontraban tibieza y tranquilidad, tan cómodas como lo son para el sueño de los indigentes. Algunos despertaban interrumpidos por la agitada respiración de los amantes. Los veían y no podían evitar sentir envidia, pero volvían a retomar sus sueños para encontrar en él sus propias fantasías de amor. Porque hay que admitirlo, los indigentes sin compañía sueñan todo el tiempo con sus propios amantes y amanecen húmedos cada vez como las calles de Lima en invierno.

Una vez más Octavio miró a Gabriel fijamente, una vez más lo tomó de la mano y lo condujo hasta alguna de las habitaciones del paraíso.

Desnudos, Gabriel descubrió que le apasionaban las cicatrices en el cuerpo.  Que guardaba cierta fijación en ellas. Octavio poseía una debajo de su delgado pecho y muy por encima de sus costillas flotantes. Gabriel no podía dejar de acariciarla con cuidado con la punta de la yema de su índice izquierdo y luego olerla desde muy cerca como si se tratase de una herida todavía abierta. Le parecía la parte más delicada y suave de toda su pálida piel.

El camino había encontrado por fin su último paradero: cualquiera de las habitaciones del paraíso, cualquiera de sus rincones. Eso nunca importó porque fue la casualidad la responsable del encuentro. Porque no se puede huir de la casualidad. Ella te detiene muy a pesar de tu voluntad, de tus circunstancias,  sin que te des cuenta, sin que sepas de ella.

Dermesto.