Camino
Porque no tenía duda de que debía enfrentar su timidez, Gabriel bajó la bragueta de su pantalón para alcanzar acariciar su pene. No conforme con ello fue en busca de la suavidad y humedes de él mismo con su boca. De pronto notó que Octavio tomaba sus cabellos para sujetarlo fuertemente a él y convertir la libertad en coacción. Gabriel, espantado por ello decidió acabar con el ejercicio de confrontación a su timidez.
En ese mismo instante se había dado cuenta
que sus amigos ya no estaban en la fiesta, entonces continuó besando a Octavo
bajo los claroscuros del conocido rincón del Sagitario. Octavio lo detuvo, lo
miró fijamente para alcanzar leer sus deseos. Tomó sus temblorosas manos para
salir a buscar juntos una habitación que pudiera garantizar tranquilidad para
dejar fluir sus deseos.
Era poco más de la tres de la mañana. Era
una noche de invierno así es que la garúa limeña era pesada y fría. Ni los
charcos de agua, ni las putas transgéneros lograron detener su paso en busca de
una habitación. Sin embargo ellos se detenían cada vez que encontraban un
paradero no autorizado para amarse.
Bajo la protección de los balcones
encontraban tibieza y tranquilidad, tan cómodas como lo son para el sueño de
los indigentes. Algunos despertaban interrumpidos por la agitada respiración de
los amantes. Los veían y no podían evitar sentir envidia, pero volvían a
retomar sus sueños para encontrar en él sus propias fantasías de amor. Porque hay
que admitirlo, los indigentes sin compañía sueñan todo el tiempo con sus propios
amantes y amanecen húmedos cada vez como las calles de Lima en invierno.
Una vez más Octavio miró a Gabriel fijamente, una vez
más lo tomó de la mano y lo condujo hasta alguna de las habitaciones del
paraíso.
Desnudos, Gabriel descubrió que le apasionaban las
cicatrices en el cuerpo. Que guardaba
cierta fijación en ellas. Octavio poseía una debajo de su delgado pecho y muy
por encima de sus costillas flotantes. Gabriel no podía dejar de acariciarla
con cuidado con la punta de la yema de su índice izquierdo y luego olerla desde
muy cerca como si se tratase de una herida todavía abierta. Le parecía la parte
más delicada y suave de toda su pálida piel.
El camino había encontrado por fin su último paradero: cualquiera de las habitaciones del paraíso, cualquiera de sus rincones. Eso
nunca importó porque fue la casualidad la responsable del encuentro. Porque no
se puede huir de la casualidad. Ella te detiene muy a pesar de tu voluntad, de
tus circunstancias, sin que te des
cuenta, sin que sepas de ella.
Dermesto.